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Día 831 (23/2/2012): Mata-ki te vaikava (ojos que miran al océano). Parte 2.

(continuación del reporte del día anterior)

Gracias a su fuerza, y destreza como talladores de piedra, los tangata hanau e’epe dieron un fuerte empujón a lo que parecía uno de los principales pasatiempos de los otros, la creación de unas efigies con rostro humano que denominaban Moai. No entendían muy bien el motivo, pero veían que les hacia felices, así que sin más se afanaban en la tarea, como pago a la hospitalidad de sus anfitriones.

Los tangata hanau momoko, desde la llegada de los visitantes de ultramar, se sentían más fuertes y poderosos que nunca, habían incorporado a su estirpe una veintena de colosos que les permitiría llegar hasta donde nunca habían llegado, era el punto álgido de su civilización, un regalo de los dioses.

Ambos pueblos pasaron mucho tiempo compartiendo su cultura y sabiduría, sus rituales y creencias no eran tan diferentes, aprendieron mucho el uno del otro, dando como resultado una sociedad mucho más rica y avanzada.

El tiempo fue pasando y la vida discurría en paz y armonía, parecía que había sido así desde el origen de los tiempos. Los e’epe tenían mucho éxito entre las mujeres momoko, no había noche en que no tuvieran compañía, se diría que las disponibles querían hacer una prueba exhaustiva, y alguna de las no disponibles también. Mata-ki no era ajeno a esta situación, las nativas eran realmente bellas y complacientes, pero en su foro más interno, donde no entra nadie y solo están los sueños, seguía Anakena. Todas las tardes iba a la playa de arena blanca en la que desembarcaron, contemplaba la puesta de sol, observando el océano y el horizonte, esperando vanamente la aparición de una embarcación en la que tal vez pudiera llegar ella. Algunas noches se quedaba despierto, inventando formas con las estrellas, se quedaba dormido recordando su olor y el tacto de su piel.

¿Y por qué Anakena? Era capaz de explicar la mayoría de las cosas que sucedían en su universo más cercano, pero no el porqué de Anakena. No sabía si le correspondía, ni si podría ser feliz con ella, pero sí que era el ser más maravilloso que hubiese conocido jamás, a veces los dictados del corazón no son lo más lógico del mundo.

Un hombre se debe a su destino, y Mata-ki no era de los que dejaban las cosas a medias, desde su llegada nadie había comentado nada acerca de su misión, es más, parecía que todos la habían olvidado, el tiempo iba pasando y llegó el momento de aclarar las cosas.

Sabía que podía ser motivo de cambios en la buena relación establecida, y que muy probablemente fuera un esfuerzo estéril, pero si sientes que debes hacer algo, hay que hacerlo y asumir los daños colaterales, uno debe ser coherente consigo mismo.

Una mañana se presentó en la choza del Ariki, tenía que hablar con él. Mata-ki le explicó de forma detallada los motivos que les habían llevado hasta allí, y cuáles eran sus órdenes. El rostro del Ariki fue un fiel reflejo de miedo y desengaño a la vez, muy serio le pidió que abandonara su choza y todos los e’epe se marcharan del poblado, tenía que meditar acerca de qué medidas tomar.

Los navegantes se replegaron en un punto estratégico y se prepararon para lo peor, empezaron a fabricar armas y establecer defensas. Algunas miradas de incomprensión se dirigieron a Mata-ki, pero nadie osó hacer ningún comentario, tenían claro que ese era su deber. Aunque cada uno de ellos pudiera luchar por 4 ó 5 de los otros, la superioridad numérica era aplastante, en caso de guerra su suerte estaba echada, pero venderían cara su piel, el valor y orgullo como pueblo estaba en los genes de su raza.

El inicio del conflicto armado no era una decisión fácil para ninguno de los dos líderes. El Ariki temía la dominación de invasores, pero no quería exterminar a los que habían facilitado su desarrollo. Mata-ki tenía que garantizar la seguridad ante una eventual llegada de los suyos, pero tampoco quería embarcarse en una lucha suicida con los que hasta ahora les habían acogido como hermanos.

Estando las cosas así, Mata-ki tuvo una brillante idea, los momoko eran apasionados de las competiciones y existía un ritual que parecía el más importante para ellos, la llegada de los pájaros fragata, cuyo anidamiento en los motu (islotes) situados frente al volcán Rano Kau anunciaba la primavera. Según sus cálculos quedaban pocos días para que se produjera este evento, así que propondría dirimir sus diferencias viendo quien era capaz de traer antes un huevo de la venerada ave, partiendo y regresando desde el santuario de Orongo, en la cima del volcán.

Fue muy suspicaz a la hora de plantearlo, lo hizo delante de todo el consejo, además, a pesar de contar entre sus filas con candidatos más atléticos, propuso desafiar él mismo al primogénito y heredero del Ariki, competidor accesible, ya que en la isla había hombres cuya agilidad no tenía parangón, no le convenía una selección abierta. Cuando todas las miradas se dirigieron al Ariki, éste sabía que un nuevo orden se estaba estableciendo en el equilibrio de poderes, pero no podía decir que no, así que asintió, aceptando que el vencedor fijaría las reglas hasta la nueva primavera.

La mañana en que los manu (pájaros) llegaron, los candidatos estaban listos al borde del acantilado. La tensión y adrenalina flotaban en el ambiente, todos los habitantes contemplaban expectantes un duelo que podía ser a muerte. Un largo y profundo grito ritual anunció la salida, los dos competidores se lanzaron a la pared para iniciar el descenso.

El hijo del Ariki era muy rápido, y a pesar de tener unas extremidades más cortas, las movía con tal celeridad que Mata-ki no era capaz de distanciarse de él. Llegado un punto, comprendió que siguiendo su mismo camino nunca conseguiría vencerle, además contaba con la ventaja de conocer el terreno. Una idea arriesgada se le ocurrió, recordó como en su isla natal había unas rocas que desde niños les servían de plataforma para lanzarse al mar, a costa de muchos barrigazos consiguió desarrollar una buena técnica de salto al vacío. La altura era descomunal, era una locura, pero son los locos los que cambian el mundo, para ganar hay que arriesgar…

En cuanto llegó a un lugar adecuado se puso en pié, estiró los brazos, cerró los ojos y se impulsó con todas sus fuerzas. Mientras caía, por su cabeza pasaron mil pensamientos, su pueblo… la misión… ¿y cómo no?, Anakena… No temía a la muerte, cuando vives intensamente cada día ajustas cuentas con tu suerte, y tal vez fuera el camino más corto para fundirse con su musa…

El brutal impacto con el agua le hizo volver a la realidad, tras décimas de segundo se dio cuenta que, aunque con dolores, estaba entero y podía nadar, era momento de seguir concentrado.

Desde lo alto del volcán, la multitud gritó con pavor cuando lo vieron arrojarse al vacío, sin embargo, cuando lo vieron emerger, comenzaron a exclamar: «tangata manu… tanganta manu…» (hombre pájaro), tal vez también por la forma que adoptaron sus brazos al volar.

Había conseguido una cierta ventaja, pero no estaba todo hecho. Llegó extasiado tras nadar hasta el borde de la pared del motu, sin recobrar el aliento inició su ascenso. Manos y pies se cortaban con la roca volcánica, pero no había tiempo para el dolor. Miró hacia arriba, detectó el nido más próximo y trazó mentalmente el recorrido óptimo. En poco tiempo tenía el huevo afirmado a su frente y estaba listo para regresar. Buscó con la vista a su contrincante, no lo podía creer, le llevaba ventaja.

No tenía otra opción, volver a saltar, esta vez desde más altura y con el riesgo de romper su preciado tesoro en la caída, se jugaba todo a una carta, eso o la derrota, tomó su decisión sin saber si era la correcta o la última.

Varió la técnica de impacto con el agua, colocando los brazos estirados frente a su cara mirando al cielo, tratando de crear un tubo de protección al huevo, con piernas estiradas y juntas, además de los dedos de los pies apuntando hacia abajo, era un auténtico dardo humano. El dolor fue insoportable, quedó casi inconsciente sin poder respirar, sospechó alguna fractura o descoyuntamiento de articulaciones.

Se volvieron a oír gritos en Orongo, ahora si apostaban a que se había matado, las lágrimas comenzaron a brotar en los ojos de algunos e’epe, también en los de alguna momoko. Todos contenían la respiración mientras escudriñaban el océano buscando el emerger de una cabeza, o un cuerpo inerte flotando.

Súbitamente una figura apareció en la superficie con la fuerza de un delfín cuando salta, era Mata-ki, su rabia y fuerza interior le dieron energías para continuar, o lo conseguía o reventaba.

En ese momento se acabó la supuesta neutralidad y las emociones contenidas, los espectadores comenzaron a animar con fuerza a su representante favorito, y no solo los e’epe estaban con Mata-ki.

Tras el sprint a nado afrontó su última dificultad, ascender el acantilado del Rano Kau, el volcán. Brazos y piernas flojeaban, apenas podía respirar, pero su coraje alimentaba los músculos. Cada vez el primogénito del Ariki se acercaba más y más, tuvo sus dudas, pero no se dejó amilanar por ellas.

Los últimos metros fueron realmente emocionantes, Mata-ki venció in extremis situando el preciado huevo de pájaro fragata a los pies del Ariki, después se desmayó. Gritos de júbilo y vítores retumbaron en todos los rincones de la isla, tangata manu, el hombre pájaro, reinaría hasta la siguiente primavera.

Durante su reinado, Mata-ki trató de ser justo y continuista con el régimen establecido, proclamó la igualdad entre todos los habitantes de la isla, así como la posibilidad de acoger a nuevos e’epe como ciudadanos de pleno derecho, en el caso de que llegaran de ultramar. Solo se permitió una licencia, bautizar la playa norte, a la que llegaron, con el nombre de Anakena, algo que no fue entendido, pero que tampoco importó tanto.

Nunca se volvió a presentar a tangata manu, aborreció las intrigas del poder y se retiró a vivir tranquilamente en el norte de Rapa Nui, como los nativos denominaban la isla. Siempre fue un miembro respetado de la comunidad, cuya opinión se tenía muy en cuenta, la sombra de ser el primer hombre pájaro jamás le abandonó.

Fue feliz, tuvo esposas, a las que amó en cuerpo y parte de corazón, e hijos, a los que quiso con ternura y trató de transmitir su sabiduría y valores, de hecho, varios llegaron a ser tangata manu.

Siguió yendo todas las tardes a la cita con la puesta de sol en la playa de Anakena, en silencio, con la vista fija en el horizonte, daba gracias a la vida por haberle permitido una existencia tan singular. No había ningún día que no recordara al amor de su vida, sin haberlo sido, no había ocaso que no se imaginara junto al ser que le hechizó el alma. A veces, divisaba un punto en la lejanía y le daba un vuelco el corazón, hasta comprobar que no era más que una ola o una sombra en el mar. Otras, le entraba una tentación irresistible de adentrarse en el océano en busca de ella, pero su sentido común, y sus responsabilidades paternales le aplacaban. La distancia y el tiempo son para el amor lo que el viento para el fuego, apaga los pequeños y aviva los grandes, y el suyo estaba más vivo que nunca.

Se dice que el Moai ubicado en solitario al borde de la playa de Anakena, sobre la colina, es Mata-ki te vaikava, ojos que miran al océano, persona sabia y valiente, primer hombre pájaro, que vivió acorde a sus sentimientos y sentido del deber, aunque eso implicara arriesgar su vida, aunque implicara sufrir por el amor de quien ya no tenía.

Su primogénito, en su lecho de muerte, fue el primero en conocer la auténtica historia de su vida, hasta ese momento no compartió con nadie sus más íntimas reflexiones. Le pidió que se transmitiera de generación en generación, no por pervivir en el tiempo, si no para aprender de su experiencia.

Después de haber escuchado esta narración, mientras caminaba hacia el Bahari, no paraba de darle vueltas a lo que el Rapa Nui me había contado, ¿sería cierta? ¿la recuerdo tal y como me la contó? ¿o la he soñado?…

No lo sé, lo que sí es cierto es que, a veces, hombres normales pueden hacer cosas especiales, y que los sentimientos muchas veces superan a la razón. Sea como fuere, la contaré siempre que pueda, en memoria de Mata-ki te vaikava, y seguiré soñando, porque si no fuera por eso, no estaría aquí…

Sed felices.

Kike

PD: a las 23:30 GMT del día 23 nos encontramos en 26º 39′ S, 118º 43′ W, navegamos rumbo 271º a 6,5 nudos de velocidad. Viento del NNW de unos 15 nudos nos permite ir a vela, eso sí, ciñendo. Hemos recorrido 512 millas desde que zarpamos de Isla de Pascua, nos quedan 621 para llegar a la Isla Pitcairn.

Día 830 (22/2/2012): Mata-ki te vaikava (ojos que miran al océano). Parte 1.

Hoy no tengo muchas novedades, la navegación sigue más o menos igual, así que os voy a contar una cosa que me sucedió durante la estancia en Isla de Pascua.

Paseando por Hanga Roa, un día a media mañana, me entró hambre, así que compré una empanada y me senté en la puerta del comercio a comérmela. Al poco un hombre se puso a mi lado, claramente tenía rasgos Rapa Nui, ya entrado en años, corpulento y de aspecto fornido a pesar de su edad, pelo y barba largos y canosos. Comenzamos a charlar un poco de todo, de la Tapati, la historia de la isla, los Moai, etc. Su conversación era amable, pero también radical en algunos sentidos y con un aire misterioso, casi tratando de decir algo sin ser explícito.

De repente, como si hubiese decidido compartir un preciado secreto, espetó: en la isla hay tantas formas de ver la historia como familias, cuando no hay nada escrito, uno se guía por lo que se va transmitiendo desde los antepasados de generación en generación, ¿quieres saber la mía? -preguntó-, ¡encantado! -le respondí sin dudar-.

Su mirada se perdió en el infinito, su cara se relajó, su tono transmitía añoranza y orgullo, con voz pausada pero firme comenzó a contarme la historia del primero de su estirpe en Rapa Nui, Mata-ki te vaikava, que significa: ojos que miran al océano.

El nombre hacía justicia a la principal afición de Mata-ki, se podía pasar horas y horas contemplando el mar, sus olas, las puestas de sol… le fascinaba todo lo relacionado con aquel elemento, no en vano su sueño era convertirse en tangata tere vaka, como se denominaba a los expertos navegantes.

Mata-ki no era ni el más fuerte ni el más listo de la isla (situada en algún punto de Melanesia), sin embargo, era muy valorado en la comunidad por el buen equilibrio que poseía de ambas virtudes, sumadas a su tenacidad y sentido común.

Su vida era apacible y feliz; pesca, agua y vegetales abundantes facilitaban la existencia de un pueblo que se creía único sobre la faz de la tierra. Sin embargo, una idea siempre rondaba la mente de Mata-ki, ¿qué habría más allá de la línea en la que el cielo se une al mar? ¿en realidad somos los únicos hombres en el mundo? No le parecía lógico, pero los ancestros y el Ariki (rey) así lo afirmaban.

En alguna ocasión llegó a plantearle al consejo organizar una expedición de reconocimiento, ¿para qué? -le respondían-, aquí tenemos todo lo que podamos necesitar.

Mata-ki no tenía esposa, aunque sí bastante éxito con las chicas. La promiscuidad y la naturalidad eran algo arraigado en sus costumbres, siempre y cuando no existiera una unión en firme. Digamos que se conocían, o sencillamente disfrutaban, sin mayor sentimiento de posesión, hasta que decidían comprometerse públicamente, a partir de este momento la fidelidad si era importante. De hecho, podía llegar a castigarse con pena de muerte la infidelidad a un pescador que estuviera arriesgando su vida por alimentar a la comunidad, aunque esto rara vez había sucedido, y siempre se había solucionado por otros medios.

De todas aquellas con las que había estado, con una sentía de forma especial, la princesa Anakena. Su interés por ella era evidente, y así se lo demostraba; Anakena, sin embargo, se mostraba más bien caprichosa y dubitativa, nada era suficiente. No obstante, Mata-ki, hombre de ideas claras, sabía que, a pesar de todo, siempre actuaría como le indicara su corazón, y ella era quien en realidad le gustaba.

Una mañana el poblado se despertó revolucionado, el consejero espiritual del Ariki había tenido un sueño, en el que Tangaroa (su dios), le revelaba que una terrible amenaza de muerte y destrucción planeaba sobre la isla. Carreras, lamentos, corrillos comentando en voz baja… El Ariki se veía presionado a tomar alguna medida en breve que tranquilizara al pueblo.

¿Y qué hacer? No tenía ni idea, desconocía que tipo de peligro corrían y cuando se podía manifestar, pero por otro lado el consejero era firme en su presagio, no podía no hacer nada. Tras mucho meditar, se le ocurrió una solución al problema en base a las propuestas que en varias ocasiones le había realizado Mata-ki.

Enviaría un conjunto de exploradores a buscar nuevos territorios habitables, ellos serían la avanzadilla que se encargaría de preparar el terreno para el resto, que abandonarían su isla natal en el momento se materializara la amenaza. La expedición no regresaría, salvo orden en contra, su deber sería colonizar las tierras que encontraran, liberarlas de peligro y gestionar los recursos suficientes para alimentar a todo su pueblo.

Para poder ser encontrados navegarían siempre hacia el Este, hasta localizar la primera isla, en caso de que esta no ofreciera las condiciones adecuadas dejarían señales indicando la dirección en la que habían seguido navegado, y así sucesivamente.

Para Mata-ki no era el mejor de los planes, pero no podía discutirlo, además, le daba la oportunidad de cumplir ese sueño que siempre había tenido, y comprobar si las premisas de las creencias de su pueblo eran correctas.

Todo se dispuso con urgencia, los mejores maorí (expertos) carpinteros se pusieron manos a la obra para construir un gran catamarán lo suficientemente robusto para llevar a cabo tan arriesgada empresa. Se reclutó a una veintena de voluntarios, todos ellos solteros, diestros en las especialidades necesarias: guerreros, pescadores, navegantes, agricultores, así como los más habilidosos en el arte del tallado. Mata-ki los comandaría, conocía bien las estrellas y cómo orientarse con ellas, estaba habituado a dirigir equipos y, debido a su curiosidad y capacidad de atención, tal vez era el que tenía una visión más clara del conocimiento acumulado por su pueblo.

En dos semanas la expedición estaba lista para partir con la mejor y más habitable nave que se hubiera construido jamás, equipada hasta con fuego y un pequeño techado en el que guarecerse del sol y la lluvia, depósitos para agua y víveres en cada uno de los dos cascos, etc.

A todos se les llenaron los ojos de lágrimas en el momento de la despedida, a cada uno por una razón, pero teniendo también todos claro que no había elección. El Ariki lloraba porque enviaba a un futuro incierto a muchos de sus mejores hombres, los que se marchaban porque no sabían si volverían, los que se quedaban porque los iban a echar de menos, y Mata-ki sencillamente lloraba porque tenía el presentimiento que jamás volvería a ver a Anakena.

Las lágrimas se fueron secando con las manos hasta el momento en el que el catamarán apenas divisaba la isla, y desde la isla ya no se veía al catamarán. Era hora de que cada uno volviera a su función, los de tierra a continuar con la vida normal, y los embarcados a navegar.

Durante los primeros días los vientos fueron propicios y la pesca abundante. La moral era muy alta, y los elegidos estaban orgullosos de ser la punta de lanza de la supervivencia de su raza. Mata-ki organizó turnos de guardia y descanso, de modo que todos permanecieran ocupados en una tarea, pero a su vez nunca agotados. La navegación era sencilla, con la ayuda del sol por el día y aquella lucecita que siempre marcaba el norte por la noche, sabía exactamente qué rumbo seguir permanentemente.

El sexto día la situación cambió radicalmente, el cielo se tiñó de un color extraño, las nubes adoptaron formas amenazantes, el viento calmó como un mal presagio. Era evidente que algo malo iba a suceder, Mata-ki lo sintió en su estómago y comenzó a dar órdenes. Había que aligerar peso, lanzando por la borda todo aquello que no fuera imprescindible, vaciando depósitos de agua e incluso de comida, el techado también fuera, el fuego apagado, todos los hombres bien afirmados y listos para la acción, todos los elementos importantes bien trincados.

El viento comenzó a soplar con furia inusitada, inicialmente trataron de correr el temporal, pero llegó un momento en que la velocidad era tan elevada y el mar tan formado, que corrían riesgo de clavar uno de los cascos y volcar de proa, no había remedio, tendrían que capear. Desmontaron la vela y lanzaron todo lo que pudieron por proa, sujeto con amarras, eso les frenaría y mantendría la nave encarando el mar.

No se sabe cuántos días estuvieron soportando el temporal, el cielo estaba tan oscuro que apenas había diferencia entre día y noche. Las rachas eran tan fuertes que solo podían permanecer boca abajo pegados al suelo, si alzaban la cabeza podían salir despedidos volando. Todos pensaron que iban a morir, pero Mata-ki se encargaba de recordarles periódicamente que tarde o temprano pasaría, solo era necesario aguantar un poco más, cada minuto que pasaba el final se acercaba el mismo tiempo. Sus firmes palabras no dejaban opción alguna a la rendición, aunque él tenía su propia forma de evasión, cerraba los ojos y se imaginaba en los brazos de Anakena.

Cuando la tormenta pasó no tenían ni la menor idea de donde estaban, pero lo importante es que estaban todos vivos y podían seguir navegando. Mata-ki, para sus adentros, sabía que estaban perdidos para siempre, no era capaz ni de reconocer las estrellas del firmamento, jamás los encontrarían, pero seguiría cumpliendo sus órdenes, navegaría hacia el Este, buscando un lugar habitable, y en caso de encontrarlo esperaría preparando la llegada de sus compatriotas.

Varias lunas pasaron hasta que su intuición le dijo que había tierra cerca, el avistamiento de pájaros que se alejan pocas millas de costa y el rebote de un tren de olas, imperceptible para la mayoría de la gente, así se lo confirmaba. Por el periodo y la dirección calculó de forma aproximada la ubicación del obstáculo, y puso rumbo directo hacia él.

No pasaron muchas horas hasta divisar la silueta de una isla, ¡lo habían conseguido!, aunque para Mata-ki era una victoria agridulce, la esperanza es lo último que se pierde, pero las probabilidades eran muy bajas.

A medida que se acercaban fueron buscando un lugar adecuado en el que desembarcar, tras bordear el extremo Norte localizaron una preciosa playa de arena blanca y palmeras, no podía existir un sitio mejor.

Al llegar a tierra firme, tras meses de navegación y las numerosas vicisitudes pasadas, unos se abrazaban, otros lloraban, algunos se rebozaban en la arena cogiéndola con sus manos, como temiendo que se les fuera a volver a escapar, Mata-ki permanecía tranquilo, casi ausente, tal vez fuera el único realmente consciente de la situación.

No tardó mucho en llegar una comitiva para recibir a los recién llegados, todos estaban sorprendidos, ninguno pensaba que podían existir semejantes, y a la vez tan distintos físicamente. Los nativos eran más bajos y mucho menos corpulentos, barro y pinturas cubrían su piel, llenos de adornos confeccionados en base a plumas, trozos de árbol de plátano y conchas, dándoles un colorido aspecto. Los visitantes les sacaban la cabeza en altura, su piel cobriza solo estaba manchada por algún tatuaje, su único atuendo un taparrabos, sus orejas presentaban grandes lóbulos, deformados artificialmente desde la niñez.

Al principio únicamente se miraban, con timidez y respeto, pero tras el lenguaje universal de las sonrisas, ambos grupos se fundieron, reían, observaban todos sus detalles, se tocaban, se olían, incluso las más descaradas comprobaron con sus manos lo que había en la única parte de su cuerpo tapada.

En cuanto las miradas del Ariki de la nueva isla y Mata-ki se cruzaron, ambos entendieron que estaban líder frente a líder, no hicieron falta palabras. Sin dejar de mirarse fijamente a los ojos se fueron aproximando hasta situarse al alcance de los brazos, en ese momento Mata-ki, hábil para las relaciones personales, apoyó su mano sobre el hombro del Ariki, como símbolo de amistad y reconocimiento, pero no de doblegación. El Ariki, tras pensárselo durante unos segundos le correspondió, a lo que Mata-ki respondió con una sonrisa, acabaron dándose un abrazo que fijó las bases de las relaciones entre ambos pueblos.

Esa noche se celebró la mayor fiesta que se recordaba, nadie durmió solo, los navegantes pudieron descansar plácidamente tras su larga travesía.

A medida que trataban de comunicarse se dieron cuenta de que su lenguaje era muy similar, algunas palabras diferentes y detalles de pronunciación, pero en grueso, hablaban el mismo idioma.

Poco a poco se fueron integrando en la vida de la nueva isla, acogidos como hermanos, la única diferenciación era fruto de su tamaño, lo que les ganó el calificativo de tangata hanau e’epe (hombres de raza ancha), mientras que ellos denominaban a los oriundos tangata hanau momoko (hombres de raza delgada).

Perdonad, pero se me está haciendo tarde y tengo que bajar la meteorología, mañana os sigo contando la historia… solo que sepáis que a las 02 horas GMT del día 23 nos encontramos en 27º 00′ S, 116º 03′ W, navegamos rumbo 287º a 5,6 nudos, con mayor y génova. Nos restan 765 millas para llegar a destino.

Sed felices.

Kike